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Autonomía y competitividad de las universidades
Antonio Embid Irujo
Antonio Embid Irujo
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En esta meditada y detallada contribución, no sólo desde una perspectiva jurídica, el profesor Embid aborda dos mantras conceptuales que subyacen en todos los análisis y actuaciones relativas a la concepción postmoderna de las universidades. Por una parte, la idea de competitividad y competencia (esta última en una doble acepción) en unas estructuras de educación superior en las que coexisten lo local y lo global. Por otra, la de excelencia.
Una universidad como proyecto colectivo insertada en su entorno pero con vocación de ir más allá de ese espacio geográfico-social y constituirse en un referente por la práctica de ” hacer bien lo que debe hacer” y que de manera natural es reconocida por ello por parte de estudiantes, profesores/investigadores y una sociedad que la hace una de sus señas de identidad. Pero junto a esta misión, la propia capacidad de poner en práctica las acciones dirigidas a conseguir los anteriores objetivos chocan con las resistencias normativas ” desde arriba” y el carácter conservacionista del status en el marco local de las universidades: una de las tres sugerentes conclusiones de este trabajo es la apuesta “por una desregulación de la legislación estatal convertida en una legislación de mínimos con su complemento específico en la legislación de las CCAA y sobre todo de las propias Universidades que quieran embarcarse con libertad y responsabilidad en políticas de signo competitivo”.
El marco europeo a través de la puesta en práctica de las directrices del Plan Bolonia (1999), con su plasmación en España en la LOU y la posterior LOMLOU, junto al Tratado Internacional GATS (Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios) de 1994 ponen de manifiesto que un cambio de paradigma se intenta imponer en la tradicional visión estática e internalista de las universidades europeas en una concepción de competitividad (medida en términos de atracción de profesores y estudiantes, pero también de recursos económicos y proyección internacional a través de clasificaciones-rankings) con el ámbito anglosajón y el emergente del área del Pacífico. La dificultad intrínseca de adecuación del concepto de competitividad al conjunto de la actividad universitaria (como muy bien se señala en la página 15, “¿cuáles son los contenidos y los límites de la competitividad que se predica de forma tan general, y obligada, por el ordenamiento jurídico?”) debería exigir un planteamiento más coherente en los objetivos que se pretenden, los recursos necesarios pero sobre todo, la complicidad y confianza de la sociedad y los poderes públicos en la capacidad de las propias universidades para cambiar pautas de conducta más allá de estrategias de márketing ( la disección del programa Campus de Excelencia Internacional en página 21 es clarificadora de los errores del “copiar y pegar” con los que se pretende abordar un cambio sin objetivos y recursos precisos). Sin excelentes profesores motivados para realizar su trabajo y verlo reconocido en función de sus resultados en docencia e investigación, sin excelentes alumnos atraídos por la pasión de conocer y aprender pero también acostumbrados a formular preguntas e innovar sus formas de participar autónoma y dinámicamente en la institución universitaria, la “excelencia” vinculada a la competitividad no deja de ser una palabra vacía.
En cualquier caso, aportaciones como la del profesor Embid deberían contribuir a sentar las bases para un avance propositivo en los cambios que necesita un sistema de educación superior como el español sometido a bandazos normativos, insuficiencia y/o mala gestión de los recurso disponibles y escepticismo colectivo derivado de una preocupante ausencia de líneas estratégicas de actuación.
Francisco Marcellán
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Lúcida reflexión de Antonio Embid sobre los conceptos de autonomía universitaria y de competitividad de las universidades, con el foco en el caso español. Siguiendo su discurso, podemos afirmar que el sistema universitario español tiene una estructura excesivamente rígida, centralizada e hipernormativizada, circunstancia que socava enormemente la propia autonomía institucional de las universidades. En este sentido, el teórico concepto de autonomía universitaria queda en buena parte en entredicho en el caso español, dificultando como consecuencia una verdadera excelencia y competitividad de las universidades.
El nuevo paradigma del Public Management pone énfasis en los conceptos de eficacia, eficiencia y competitividad del sector público, y en este contexto se reclama a las instituciones universitarias que promuevan la calidad, la excelencia y la eficiencia en la gestión de los recursos. Asimismo, se otorga a la universidad actual un papel más activo ante las demandas y necesidades económicas y sociales (en el corto y medio plazo), más allá de la clásica misión a largo plazo (formación y generación de conocimiento). En este contexto, podemos afirmar que en el terreno donde la competitividad está más extendida, esto es en el de la investigación científica (convocatorias competitivas, fondos de investigación y proyectos, sexenios, etc.), los logros en general han sido espectaculares en el conjunto del sistema universitario español, hasta el punto de que España es hoy en día la novena potencial mundial en producción científica y en un período realmente corto de algo más de dos décadas. Esto demuestra que cuando la arquitectura normativa e institucional fomentan la competitividad y la calidad los resultados pueden ser más que evidentes. Mayor autonomía institucional para las universidades redunda sin duda en mayores y mejores resultados de la actividad académica, en mayor competitividad universitaria.
Josep M. Vilalta
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La acertada reflexión conceptual de Antonio Embid nos sitúa frente al espejo de las contradicciones de la cultura universitaria española. Autonomía es esencialmente libertad; libertad para decidir el conocimiento que debe transmitirse y el que debe someterse a la crítica creativa; libertad para organizar la gestión de esos dos trabajos que definen la propia existencia de la universidad.
El profesor Embid pone el dedo en llaga cuando señala que no existe verdadera autonomía, y por ende libertad, de las instituciones universitarias cuando su autonomía financiera y organizativa es tan reducida. No pueden fijar sus precios, es decir, sus ingresos; ni seleccionar a su personal y fijar sus salarios, es decir, sus costes. Su posición, su desempeño está a merced de la regulación, y las decisiones de la autoridad competente son –querámoslo o no– un organismo administrativo más, dependiente de la subvención anual, con la única –y relevante– variación de que quien lo dirige no lo nombra el gobierno de turno (que no entiende, ¡ay!, porque no le puede mandar si lo debe financiar). Todo serían paños calientes si los gobiernos nombraran a “sus” rectores.
Competitividad son resultados, y resultados en el mercado globalizado. Resulta curioso que las universidades sean valoradas en su competitividad globalizada (los rankings) por un indicador de resultados: la investigación, por el que –en el caso de España– no se les financia directamente desde la administración. Todo un poema: te valoro por los resultados de investigación, para los que no te proporciono financiación estructural, y te someto a una regulación puramente administrativa, limitándote rígidamente tu capacidad de adaptación y organización para la consecución de esos mismos resultados.
Contradicción conceptual que nos atrapa y que nos conduce inexorablemente a la consulta del psiquiatra.
José A. Pérez
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El documento de Antonio Embid me agrada tanto por su fino desarrollo analítico-deductivo, como por el tema y las conclusiones.
Es cierto que cuando se instala una palabra como competitividad en el discurso se empieza utilizar en todo tipo de documentos no siempre con sentido. Sin embargo, tal como afirma el autor, esta palabra está correctamente usada en algunos ámbitos, como por ejemplo, en la definición de las políticas europeas, dado que efectivamente lo que pretende Europa es competir con otras regiones por la influencia en el mundo. Las universidades no son más que otro elemento para la consecución de tal objetivo. También se usa de forma correcta cuando nos referimos al Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS). En este Tratado, las universidades son consideradas como una empresa más que ofrece servicios de educación y, por ello, se incluyen dentro de las reglas del mercado.
Pero, ¿qué sentido tiene que un sistema universitario haga que sus universidades compitan entre sí por la captación de unos recursos limitados facilitados por los gestores de las políticas públicas, que también son parte del sistema universitario? Y sobre todo, ¿qué está previsto para aquellas universidades que no tengan éxito?
Hay que situar la competitividad entre quienes pueden competir. Como bien señala el autor, entre quienes pueden tomar decisiones que afectan a la oferta de servicios dentro del mercado. En España, por ejemplo, sería entre las universidades privadas y el sistema universitario público en su conjunto. Y hay que entender este sistema universitario como el conjunto de actores que toman ese tipo de decisiones. Al menos, las universidades y los responsables de la política universitaria.
Porque si una universidad pública tuviesen que competir, debería hacerlo contra ella misma. Es decir, compitiendo por alcanzar un nivel superior al que tenga. Esto, sin embargo, no se denomina competencia, sino mejora. El nivel y ritmo de la mejora, junto con los incentivos, son los que tienen que establecer de forma explícita la política educativa. Las universidades públicas deben cooperar para mejorar, no competir para superar al rival. Superar al rival no es suficiente. Las universidades que se sustentan con fondos públicos tienen un objetivo permanente de cumplir con su encargo de la mejor manera posible (algo que, por cierto, lleva a la frustración, si no se tiene presente).
A pesar de mi sintonía con el contenido del documento, me gustaría contribuir a una mayor precisión. En numerosas ocasiones el autor distingue explícitamente entre las universidades públicas y las universidades. Sin embargo, en mi opinión, en algunas ocasiones debería concretarse más esta distinción, aun a riesgo de hacer la prosa menos agradable. En el capítulo 3 queda claro que los problemas en los sistemas de toma de decisiones, selección de profesorado, acceso de estudiantes, costes e ingresos, son exclusivos de las universidades públicas. Sin embargo, en las conclusiones solo se habla de la Universidad. No tengo dudas acerca de la claridad de ideas del autor, pero sí en cuanto a la confusión que pudiera generar en algunos lectores el hecho de elevar un problema específico de gestión de instituciones públicas a un problema sobre El Ser de La Universidad. Esto volvería a distraer el debate.
Le propongo al autor (y a todos los lectores) que se divida el debate y que apoyemos (en el agotador caso de que se tenga que abordar otra reforma de la LOU, lo que creo innecesario en este momento), que en España hagamos una Ley de Universidades y otra Ley de Universidades Públicas. Quizás así, podamos conseguir los dos objetivos que propone el autor y comparto. Hacer una legislación de mínimos (la de Universidades) y responsabilizar a las CCAA del desarrollo normativo que se desprende de la gestión que, en tanto universidades públicas, tienen transferida.
Para finalizar, debo reconocer que aunque llego a las mismas conclusiones que el autor, yo no soy el observador imparcial al que se refiere al final de su introducción. Quizás por ello comparto su análisis y sus conclusiones. Me pregunto, sin embargo, qué pensaría de todo esto ese observador imparcial, si es que fuera capaz de entender algo de lo que nos pasa o, más aún, si fuéramos capaces de explicárselo mejor.
Javier Vidal